Maud Mannoni, nacida en Ceylan y educada en Bélgica, según nos testimonia3 padeció la dificultad que entraña la pérdida de la lengua materna, la misma fue silenciada en el traslado de un país a otro. Si bien los comienzos de su formación transcurrieron en Bruselas, ha sido en París –encuentro con Francoise Dolto, Octave Mannoni y Jacques Lacan mediante– donde se cincelan sus aportes más singulares. Las búsquedas no ajenas a las problemáticas de vida y muerte vinieron de la mano de su primer analizante, quien sobrevive en la Segunda Guerra Mundial en estado de deshumanización, y de niños débiles mentales a quienes tuvo posibilidad de atender en el Hospital Trusseau junto a Dolto.
Su visita a Buenos Aires junto a Octave Mannoni en 1972 fue memorable. Tuve la suerte de asistir a la sala de la calle Sarmiento donde se presentaron ante un público ávido de nuevas propuestas en el contexto cultural de inicios de los años setenta. Invitados por Oscar Masotta y por varios de los analistas que luego formaron la Escuela Freudiana de Buenos Aires, ella nos dice que su vista fue encontrarse sin efectos de prestancia para hablar libremente en la lengua de todos los días ante jóvenes sedientos de verdad. Las intervenciones de los Mannoni corrieron como reguero de pólvora, incluso partiendo aguas –imaginarias por cierto–, entre clínicos y teóricos.
Su trato con los eventos de las psicosis en la infancia la llevo a plantear en varios de sus libros la relación alienada entre el hijo y el Otro materno, pero sobre todo situó la chance, para nada ingenua, de ubicar al niño en el seno del discurso de sus parientes próximos. Maud hizo gala de una escucha delicada de los otros del niño, sean sus padres o quienes ocupan ese lugar, incluso la institución misma. Nos relata varias experiencias en las cuales algunos niños que llevaban una vida completamente inadecuada, con crisis psicóticas y graves perturbaciones, al ser enviados desde Francia a instituciones que podían albergarlos en Inglaterra encuentran un lugar diferente, experiencia nada común ni entonces ni ahora. A estos niños el cambio de idioma y costumbres les permiten mantener nuevos lazos sociales menos desajustados y mejor valorados, entre otros motivos porque sus hábitos son nombrados como hábitos extranjeros por provenir de otro lugar y no por surgir de una enfermedad mental.
¿Podemos suponer que el paso a otra lengua funcionaba como frontera a la alienación y a la locura de alguno de los padres? Niños que aprendían inglés en solo tres meses, para quienes los significantes que eran terroríficos en su lengua materna y que los conducían a accesos y crisis diversas perdían su efecto siniestro pues en inglés no les suscitaban lo mismo. Sin embargo no lo consideraba como una fascinación por una lengua extranjera sino que en otro idioma el sujeto podía reencontrar un habitáculo de vida en el que las palabras no remitían a la muerte.
Los relatos de estas experiencias resultan conmovedores, apasionantes y absolutamente novedosos. Me pregunto, ¿hemos sacado suficiente provecho de esas experiencias clínicas en nuestro trabajo con niños que presentan problemáticas graves?
Sus planteos me remiten a pensar que es en la singularidad donde radica la libertad pero esta permanece enajenada en la neurosis familiar. Insistió en no clasificar al niño, al clasificarlo lo que se busca antes que nada es calmar la angustia parental.
En uno de sus textos póstumos vuelve a plantear una de sus hipótesis fundacionales que ya hemos verificado, cada vez, con cada niño y sus padres a punto tal de formar parte del acervo cotidiano de nuestra práctica analítica con niños. Considero que es menester indicar la sencillez y la maestría de sus palabras, “he comenzado a atribuir gran importancia a la escucha del drama familiar que envuelve al síntoma-hijo. Pues a menudo solo es posible ‘curar’ al niño si el analista desplaza el problema por el que los padres han venido a consultarlo. Así, lo que surge a veces la revelación de una situación es la enfermedad de uno u otro de los padres, ‘enfermedad’ que los trastornos del hijo cumplían la función de taponar”.
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